De los preparativos en el baño a la postfiesta en la playa: una mirada íntima a la otra cara de la fiesta
Cinco amigas se maquillan delante del espejo del baño mientras una pone los Yatekomo en el microondas. La pica está llena de brochas, rímel y coloretes, la plancha del pelo está enchufada y huele a colonia del Mercadona. Son las fiestas de la Mercè y las chicas han escogido sus mejores modelitos para “petar la noche”, como ellas dicen. De fondo suenan las canciones de BadGyal y La Zowi, banda sonora que las acompañan mientras se pintan el rabillo del ojo y sorben los noodles precalentados. En la cena ninguna menciona los apuñalamientos, robos y violaciones que presiden los titulares los días después de estas fiestas. Parece no importarles, ellas solo quieren pasárselo bien. Tienen una única certeza, van a ver los conciertos que se llevan a cabo en la playa del Bogatell, lo demás lo dejan a la improvisación.
Al terminar de cenar las chicas se calzan sus bambas y van al Condis de la esquina. Compran una botella de Jaguer y otra de Vodka, dos de Fanta limón y una de Coca-Cola. El paquistaní deja de vender alcohol a partir de las once de la noche. “Es la ley”, afirma mientras escanea los productos, “pero con vosotras hago una excepción porque no va de tres minutos”. O sí. El señor, con ojos negros y pelo enmarañado, desde detrás del mostrador mira por la cristalera en busca de luces azules de los coches patrulla. No pide DNI, pero sí que pide amablemente que salgan del establecimiento con las bolsas escondidas debajo de las chaquetas. Una paga mientras las otras se colocan las botellas entre el abdomen y la blazer y se dirigen a la parada del autobús.
Doce paradas y cuarenta y cinco minutos más tarde se encuentran delante de un escenario rodeadas de gente, con los pies descalzos en la arena. El concierto ya ha empezado. Es de un grupo musical que no conocen, tampoco se interesarán en buscarlo al día siguiente. No les importa porque han venido a beber y a bailar, con eso basta. Entre el público, una chica junto a su grupo se aproxima con un vaso de plástico en la mano y los ojos desorbitados.
“Estas son mis amigas, ¡¡las amo!! Pero son muy pesadas porque empujan. Ahora todas nosotras somos un grupo. Tú, sí tú, la rubia del fondo, ¡eres guapísima tía! Te lo digo en plan amiga, eh… Yo soy muy abierta y muy tolerante y que cada uno se meta en la cama con quien quiera, ¡pero a mí me gustan las salchichas! Me encanta salir de fiesta, es que voy un poco cu-cu. No me acuerdo ni desde qué hora estoy aquí. Os voy a confesar algo, yo no ligo nada. Sois majísimas de verdad. Esta música es una mierda”.
Al terminar el concierto una vomita mientras la otra le sostiene el pelo. Ese es el verdadero refuerzo de la amistad, un pacto no hablado como una especie de código de la hermandad. La gente empieza a disiparse de la zona en todas direcciones. Un chico acusa a otro de haberlo empujado, se gritan y el primero le da un puñetazo al otro. Tres chicos más se suman a la discusión y acaba siendo un todos contra todos, como en los videojuegos. Así que las chicas deciden alejarse. Y ahora… ¿qué? La fiesta no solo ocurre en los momentos de euforia, sino también en esos instantes de calma que suceden después, cuando la música deja de sonar, pero no se quiere volver a casa.
Hay gente que asienta un campamento base, sentándose en círculo en el suelo y jugando al “yo nunca” y otros juegos rescate. Parece no funcionar y se disipan al rato. Otros, en cambio, se van a la playa con altavoces. Se sientan al lado de la orilla y algunos de ellos se bañan en el mar desnudos mientras una pareja vigila sus pertenencias y copula bajo una toalla. Las amigas deciden volver a casa, aunque dos de ellas suben al coche de unos desconocidos y acaban en un descampado del Putxet, comiendo bocadillos y cruasanes recién horneados del Macxipan. Esa es la fiesta después de la fiesta, la postfiesta, el after de toda la vida. El escenario donde se quema el último cartucho, lo que se traduce en beber los últimos cubatas de ron-cola y ver salir el sol como recompensa de una noche épica, aunque no lo haya sido.
El ritual de volver a casa es también una fiesta en sí misma, esta vez más decadente y fatigosa: con sueño, pies descalzos, a veces llorando, con un alemán al lado y el pintalabios corrido o con amigas cogidas del brazo andando por las calles de Barcelona, quizás sentadas en la vereda esperando un taxi. La noche es un álbum de amores fugaces y una fábrica de anécdotas, que se empaquetan cuidadosamente para comentarlas al día siguiente en el bar de confianza con un café y media caja de cigarrillos. Las integrantes se organizarán por turnos y al final de la quedada una pagará mientras las otras le hacen bizums mientras se quejan de cómo es posible que el café con hielo haya subido tanto de precio. Chismorrear no es gratis, concluirán. Pero aún es de noche y la velada hay que cerrarla. Con la salida del sol toca volver a casa, el momento que se ha ido postergando con cualquier excusa a lo largo de toda la noche: “el último piti, hacemos la última ronda, hay que esperar a fulanito, hacemos tiempo hasta que salga el primer metro”. Es ese momento, sí, ese, cuando la noche termina y el día empieza casi al unísono cuando en un mismo vagón coexisten adolescentes borrachas con mini faldas y purpurina en la cara y adultos con corbata que van a trabajar.
Cinco amigas se desmaquillan delante del espejo del baño mientras una pone a hervir espaguetis. La pica está llena de algodoncillos, agua micelar y jabón de cara, la plancha del pelo ya no está enchufada y huele ligeramente a sudor. Recenan a las ocho de la mañana sentadas en el suelo de la cocina. Envían un mensaje a sus amigas que están de after: “hemos llegado a casa”, que no es más que una forma de decirles que están vivas. Beben litros de agua para evitar la resaca al día siguiente y ríen a carcajadas antes de irse a dormir. Ellas se autodenominan supervivientes de la noche.
Este artículo es parte de The Posttraumatic VOL.8 "BREAKING NEWS".
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